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Sobre la vida, la muerte y la trascendencia.



Pensar en la vida y en la muerte es uno de los actos más grandes de sobriedad y autoconciencia que un ser humano puede realizar.


Me ilusiona mucho pensar en la muerte, pero contemplar la vida cuando explota en sus infinitas expresiones, me ha hecho sentir tan pequeño como un grano de arena en la playa.


¿Quién no ha sentido ganas de ponerse de rodillas al mirar el mar, los volcanes, un atardecer, un amanecer, un cielo estrellado, una tormenta, una aurora boreal, los glaciares, la inmensidad del espacio o el nacimiento de un bebé?


Los hombres tenemos la capacidad de racionalizar, pero conforme van pasando los años confirmo que la inteligencia humana ha sido una espada de dos filos que no siempre hemos manejado con destreza.


Habrá quienes digan que los fenómenos naturales pueden ser explicados a través de la ciencia, pero hasta las mentes más brillantes han sabido reconocer las limitantes de la razón y es ahí cuando se habla de cosas inexplicables como el “infinito”, los “milagros”, “Dios”, el “espíritu” o el “alma”.


No soy un hombre que se contrapone a la ciencia ni a la tecnología, pero ni la ciencia ni la tecnología han logrado llenar los vacíos existenciales de los hombres. Al contrario, en la era de la comunicación estamos más incomunicados que nunca y hoy, las palabras, el contacto visual y las emociones están siendo reemplazadas por webcams, códigos alfanuméricos y emoticones.


¿Quiénes somos? ¿Qué hacemos acá? ¿Cuál es el sentido del viaje? ¿Qué pasa después?

Todos en algún momento nos hemos planteado alguna de estas interrogantes y la mayoría aún no hemos logrado resolverlas.


Reflexionar sobre la relatividad del tiempo me hace concluir que nuestra vida orgánica es la antesala de un renacer y, por lo mismo, el propósito de nuestra brevísima existencia no puede limitarse a nacer, crecer, reproducirse y morir. No, nuestro paso por este mundo es como los cortos que proyectan en las salas de cine antes de que inicie la película, siendo la película lo que realmente nos debe de importar.


El ser humano es un mal apostador porque casi siempre busca y se aferra a la satisfacción y al placer instantáneo en lugar de emprender la búsqueda de la felicidad permanente.

Esta última idea inevitablemente me hace pensar en Milan Kundera y su novela “La insoportable levedad del ser” en la cual se plantea el discernimiento entre la conveniencia de decantarse por el peso o por la levedad.


Me explico.


Las emociones humanas pesan, las expectativas pesan, el dolor, el enojo, la decepción y el desamor pesan, el sufrimiento pesa.


Lo metálico también pesa. El oro, la plata y el dinero pesan.

Todos estos pesos anclan al hombre a la tierra y le impiden elevar su espíritu porque éste es ligero, flota y es libre y, por ende, no puede estar anclado.


A partir de mi interpretación, entiendo que uno se puede elevar cuando aprende a soltar, pero en los tiempos que vivimos, en la era del individualismo, no hay nada más difícil que soltar.


Soltar puede ser un sinónimo de confiar y confiar también representa un esfuerzo titánico en estos días.


¿Cómo soltar? ¿Cómo confiar? ¿Cómo elevar el espíritu?


La verdad es que no lo sé porque en mi vida hay mucho ruido y muchos pesos que todavía me tienen anclado en mis infiernitos y es por eso que no puedo ser una referencia ni tampoco pretendo serlo.


No obstante, he conocido hombres y mujeres que viven en paz.

Estas personas decidieron establecer lo espiritual como el eje rector de sus vidas.

Suena muy sencillo, pero no lo es.


Cultivar el espíritu demanda disciplina para orar, meditar o simplemente para mirar hacia adentro.


Mirar hacia adentro tampoco es una encomienda fácil de realizar por sus implicaciones ya que interiorizar requiere de apagar el ruido del mundo, quedarnos a solas con nosotros mismos y descubrir al ser que habita en nuestro interior.


Algunos de estos hombres y mujeres me han referido que, al principio, la parte más difícil fue caer en la cuenta de lo mal que estaban y tomar consciencia de ello. Después, ya que estaban conscientes y enterados de sus traumas personales y habiendo identificado a sus demonios, de alguna manera, establecieron una especie de vínculo o canal de comunicación con algún tipo de inteligencia superior.


No haré alusión a deidades porque, aunque el suscrito me autodefino como un hombre de fe, creo que la espiritualidad no necesariamente tiene que estar ligada a la religiosidad.


Como ya lo he dicho al principio, nuestro paso por este mundo es brevísimo y nadie dejará una huella que sea realmente permanente.


Eventualmente todos nuestros esfuerzos, palabras, acciones y legados se perderán en el tiempo y por eso creo que a veces nos preocupamos de más.


Si el show dura tan poco y nuestra existencia es tan endeble, considero que valdría la pena aligerarnos la carga y soltar todo aquello que no vamos a ocupar en la travesía que sigue.


Ojalá que mi vida y mi muerte me pongan cerca de la pole position para la gran carrera que sigue.


Mientras tanto, yo elijo confiar, y cómo no hacerlo si sé de alguien que rompió con todos los paradigmas terrenales y leyes universales.


Supongo que confiar en algo que no muere y siempre está vigente hace más sentido que confiar en los hombres, a mí me ha funcionado, espero que a usted también.



Ignacio H. López Cámara

nacholopez07@hotmail.com

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